La profunda sabiduría de Yang-Tse

 

por

Llorenç Vidal

 

La lectura, allá en mi adolescencia, del "Tao-Teh-King" en la bellísima versión de Cristóbal Serra (Edit. Clumba, Palma de Mallorca, 1952), una auténtica primicia entre las traducciones españolas de la obra, despertó en mí el interés por la visión del mundo y de la vida propia de la filosofía taoísta. Desde entonces y jugando perfectamente su papel de sabio escondido, Lao-Tse ha sido continuadamente uno de mis inseparables maestros espirituales. Y como tal, pensando en el bien que su mensaje puede hacernos, el bosquejo de su pensamiento ocupa varias páginas de mi libro "Fundamentación de una Pedagogía de la No-violencia y la Paz" (Edit. Marfil, Alcoy, 1971), donde lo considero "el místico de Taoísmo puro", en el que, además de ser patente su repulsa por la violencia y la guerra, encuentra su máxima expresión la teoría de la paz natural del hombre surgiendo desde dentro y como fruto de la paz de Tao.

 

Sumido ahora en la lectura de "El libro de la perfecta vacuidad" de su discípulo Li-Tse, en la reciente traducción de Iñaki Preciado (Edit. Kairós, Barcelona, 1987), se están reavivando en mí, como antaño ocurriera con motivo de la lectura del "Libro de Chuang-Tse", las enseñanzas del Viejo Maestro.

 

Pero  -aunque bien se lo merezca-  no es en el borroso Li-Tse en quien voy a detenerme, sino en dos taoístas que no nos dejaron ninguna obra escrita y cuyo pensamiento, que conocemos a través de otros autores, puede sernos muy útil en estos momentos en los que la renovada tentación del poder está produciendo, en distintas partes de nuestro planeta, situaciones que atentan  contra los más básicos derechos humanos.

 

Aunque con ella tienen su paralelo otras teorías modernas, como la de H. D. Thoreau y la del Albert Schweitzer, ilustrativa resulta a este respecto la opinión de Bao Ying-yan (siglos III y IV), quien, inspirándose en corrientes taoístas anteriores, expone la tesis de que en la más remota antigüedad el ser humano era sencillo y puro, vivía inmerso en la naturaleza sin que existiera dominación de unos sobre otros y sin diferenciación de clases. Entonces los "fuertes" comenzaron a oprimir a los débiles y los "inteligentes" comenzaron a engañar a los simples y sobre esta opresión de los "fuertes" y este engaño de los "inteligentes" terminó por formarse un sistema jerárquico que garantiza una estructura de dominación, en la que los "señores" tienen en sus manos la ley y las armas, que utilizan para apoderarse de lo que el pueblo produce, hecho en el que se encuentra el origen del caos, de la miseria y de todas las desgracias que sufren los ciudadanos.

 

Tal vez fuese porque, en germen o desarrollado, ya estaba en el mismo pensamiento que Yang-Tse (siglo IV antes de C.), un hombre que despreciaba la fuerza porque "supone una agresión contra los demás seres" y que sabía  que "una naturaleza insaciable es como la carcoma del mundo", llegara a afirmar que no estaba dispuesto a tocar un solo pelo de su cuerpo por el trono imperial.

 

Li-Tse, la lectura del cual me ha inspirado este comentario, pone en su boca esta enseñanza: "Si de nosotros sale el bien, sus frutos vuelven a nosotros. Si es el odio lo que parte de nosotros, a nosotros vendrá la desgracia".

 

Cuánta sabiduría  -profunda sabiduría taoísta-  hay en esta actitud de Yang-Tse, aunque  -al igual que ocurriera con los de antaño-  no lleguen a comprenderlo ni los fuertes ni los débiles, ni los inteligentes ni los simples, ni los señores ni los vasallos de nuestro tiempo.

  

Llorenç Vidal

 

(Ultima Hora, Palma de Mallorca, 29 de marzo de 1988)

 

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