Reflexión sobre la violencia y la educación

 

por

Llorenç Vidal

 

La reiteración, demasiado frecuente ya, de actos criminales protagonizados por jóvenes ha vuelto a poner sobre la mesa el tema, el trágico tema, de la violencia ambiental en nuestra sociedad. No es que en épocas anteriores no la hubiera. Todos sabemos que la había, pero o estaba más disimulada dentro del sistema, por lo que no resaltaba, o la tomábamos como una fatalidad que ocurría de tanto en tanto y, como algo que creíamos aislado, seguíamos adelante con más o menos pesar, esperando que la estructura autoritaria en que vivíamos actuara sobre la delincuencia callejera y asumiera la corrección de los hechos delictivos. Pero ahora, con la flexibilización que la democracia supone sobre la sociedad, parece como si se estuvieran repitiendo demasiado a menudo situaciones de violencia emergente en distintos y variados campos de nuestra convivencia diaria.

 

Y, al reflexionar sobre ello, como educador que soy, se me presenta la inquietante pregunta de qué parte de responsabilidad pudiera corresponderle a la educación en la agudización de este fenómeno y cuáles podrían ser las posibles vías de solución desde el campo educativo. Sé que el problema es complejo y que el limitado espacio de un artículo no puede resolverlo, pero sí, tal vez, puede aportar puntos de reflexión sobre el tema.

 

Sí tengo claro, bueno, más o menos claro, que lo que el sistema y la práctica educativa pueden aportar es la formación en unos valores humanos que incluyan, entre otros, el respeto integral por la vida como valor fundamental, el respeto y la tolerancia de las diversidades individuales y grupales, el uso responsable de la libertad, la autodisciplina, el altruismo, la compasión hacia todos los seres vivos, la renuncia a la violencia, la solución no-violenta de los conflictos, etc., todos ellos aspectos básicos del fundamental educativo, con los que no se nace y que hay que aprender a través de la educación.

Pero estos valores lamentablemente están en contradicción con numerosos antivalores de la sociedad contemporánea, una sociedad en la que no se respeta íntegramente la vida del ser humano; en la que se siente, en demasiados casos, indiferencia hacia la vida y el sufrimiento de los animales; en la que se usa irresponsablemente la libertad sin darnos cuenta de que una libertad irresponsable y sin autocontrol no es libertad sino libertinaje; en la que el sentimiento de la compasión hacia todos los seres o se desconoce o no se tiene la valentía de asumirlo porque nos compromete a demasiado; en la que se priman el egoísmo y el consumismo en vez del autodominio; en la que se reivindican derechos sin asumir deberes; en la que se multiplica la oferta de emisiones televisivas, filmes y juegos informáticos altamente agresivos; en la que se sigue intentando resolver los conflictos por el método cavernícola de la violencia y en la que se rinden honores de héroe y se dan premios internacionales de paz a individuos con las manos demasiado manchadas de sangre... ¿qué os puedo decir?

 

Y, sin embargo, la única solución positiva es aprender (aprender en el sentido de asimilar, no en el superficial de un simple conocer o estar algo informado) y vivir prácticamente los valores humanos antes enumerados... Y aquí surge un nuevo problema: ¿Quién enseña y orienta en el aprendizaje de estos valores vitales en una sociedad pluralista, laica y democrática, como es la nuestra? Sin duda me diréis que la familia y la escuela... Sí, pero ¿qué familia y qué escuela? ¿La familia actual que, en la mayoría de los casos, ha perdido o ha abdicado de su autoridad educativa, de la que muchos padres y madres dicen que ‘no pueden’ con sus hijos, sean niños o adolescentes, y que son víctimas de sus caprichos? Y ¿qué escuela? ¿Una escuela y unos profesores que tienen la misión de instruir y educar por delegación de la familia y del Estado y a los cuales se ha menoscabado la autoridad? ¿No nos damos cuenta de que al mermar la autoridad del profesor (que es el preparado profesional y pedagógicamente) se produce en el aula y en el centro un vacío de poder que es asumido, de una forma underground, por los alumnos más agresivos, que ejercen su tiranía, arbitrariedad y acoso sobre sus propios compañeros, especialmente sobre los más débiles, y a veces, incluso, sobre algún profesor, estado de cosas que destruye el clima educativo y del que los más perjudicados son los propios escolares o estudiantes y a la larga la misma sociedad? Y si no son la familia y la escuela, ¿quién introduce en la práctica de estos valores? No esperaremos que nuestros educandos los aprendan en la calle, supongo...

 

Y quede bien claro que esto no se resuelve con palabrería política, ni con pedantería didáctica, ni echándoles la culpa a los maestros (unos maestros a los que se tiene atemorizados porque a la menor entereza se les denuncia o se les amenaza con denunciarles), ni prolongando la escolaridad obligatoria más allá de sus límites razonables para disimular el problema del paro juvenil, ni con una educación light que eluda la disciplina y la obediencia, ni promoviendo cursos y cursillos para el profesorado, ni dando subvenciones para actividades complementarias o material deportivo, ni mandando policías o guardias de seguridad a los institutos y a los colegios... No. Todo esto son parches en una situación deteriorada y para no enfrentarse con el problema, con el verdadero problema. Para educar hemos de reinstaurar, de una parte, los valores fundamentales de la educación como algo vital e irrenunciable, y, de otra, hemos de recuperar la autoridad educativa natural de la familia y restablecer la autoridad delegada de la escuela y del profesorado. Una autoridad responsable, justa y democrática, pero autoridad, ya que una sociedad sin autodisciplina y sin valores humanos es una sociedad que se encamina hacia su desmembramiento, que será carcomida por la delincuencia y que corre el peligro de retroceder a épocas de violencia descontrolada.

 

Llorenç Vidal

 

(La Voz de Cádiz, Cádiz, 23 de noviembre de 2004

Última Hora, Palma de Mallorca, 10 de diciembre de 2004

Revista ANPE ANDALUCÍA, Jaén, n.º 133, diciembre 2004)

 

* * *

 

 

* * *

 

 

* * *